Hace unos años mi teletrabajo hubiera sido implanteable. Escarbo en mi memoria y me visualizo, en una multinacional de publicidad de cuyo nombre no quiero acordarme, encadenada a una mesa. Se fomentaba lo que ahora viene en llamarse “hora nalga”, es decir, la permanencia -¿fosilización?- en el puesto de trabajo –aparca tu vida a la entrada, por favor- y la fusión con el escritorio para calentar la silla hasta avanzada la noche, al margen de que las neuronas estuvieran en modo hibernación. Abundaban también las reuniones absurdas e ineficientes por sistema y la deshumanización –entendida como pérdida de la cordura y el sentido común- ad nauseam. Definitivamente, cualquier tiempo pasado fue peor.

Cuando el entorno empezó a evolucionar, descubrí que la digitalización podía ayudar -¡y cómo!- a recuperar la humanidad de mi día a día laboral. Empecé a prestar mis servicios a personas –grandes personas- que, oh sorpresa, me valoraban por mis resultados. Les bastaba con que cumpliera con el objetivo y el plazo de entrega acordados y que permaneciera a un clic de disponibilidad, cómo me organizaba era cosa mía. Había alcanzado -¡por fin!- la mayoría de edad profesional. Porque una de las maravillosas novedades que han aportado las nuevas tecnologías, los dispositivos móviles, la colaboración en red, es La Gran Conciliación. Así, con mayúsculas: nunca antes tuvimos tan a nuestro alcance la posibilidad de conjugar el deber con el placer, la obligación con la pasión, la pervivencia con la vida. Por no hablar de la pulverización de las fronteras y la emoción del descubrimiento cuando compruebas, fascinada, que tienes más en común con una bloguera neozelandesa que con tus vecinos de rellano.

Adiós, tribu. Hola, mundo.

Aunque nací analógica, lo cierto es que me relaciono de manera digital con el trabajo, las compras familiares –alimentación, ocio, cultura-, la información, la planificación de mis viajes y la gestión de todo aquello que puede mejorar el desarrollo de mis hijas. No sin mi Mac. No sin esa cautivadora, gratificante y enriquecedora digitalización que me cambió la vida. Por supuesto, a mejor.

 

Helena Sanz

Piensa y escribe en Mostaza